Conociendo las Escrituras – Parte 2
Continuando con la serie de artículos acerca de conocer las Escrituras, en esta segunda parte hablaremos de la actitud de nuestro corazón al escuchar la Palabra, y particularmente nuestra actitud en relación a la elección de la nación de Israel y el hecho de que a ellos se les confiaron «las Sagradas Escrituras» (Rom. 1:1-2).
Humildad: Hacia las Escrituras y la elección divina
«Por lo cual, desechando toda inmundicia y todo resto de malicia, reciban ustedes con humildad la palabra implantada, que es poderosa para salvar sus almas.» (Sant. 1:21)
El carácter mismo de las Escrituras como la palabra de Dios demanda una respuesta de humildad con temor y temblor (ver Isa. 66:2), donde la aceptamos “no como la palabra de hombres, sino como lo que realmente es, la palabra de Dios” (1 Tes. 2:13). Esa actitud de temor y temblor ante su Palabra guardaría nuestro corazón de invalidarla por causa de nuestras tradiciones de manera tal que terminemos enseñando “preceptos de hombres” (Mat. 15:4-9). También nos guardaría de desviarnos al mal camino de la codicia y el engaño para no ser “como muchos, que comercian la palabra de Dios” (2 Cor. 2:17), sino que más bien “renunci[emos] a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios” (2 Cor. 4:2).
Quienes reciben la Palabra con humildad y ponen su confianza sólo en el Señor son “como árbol plantado junto al agua” (Jer. 17:5-8) que da fruto abundante digno de arrepentimiento, de manera tal que no sea arrojado al fuego (ver Mat. 3:1-2, 8-10; 13:3-9). Los tales se deleitan en “la instrucción del Señor” y en ella “meditan de día y de noche” (Sal. 1:1-3).
Por otra parte, nuestra inclinación a la humildad ante la Biblia redunda en aceptar su mensaje centrado en la elección de un pueblo en particular. Al pasar por alto (consciente o inconscientemente) un hecho tan significativo como ese no sólo hemos sido víctimas de una crasa ignorancia y una profunda falta de entendimiento (Rom. 11:25), sino que en muchos casos nos hemos hecho “arrogantes” contra las ramas originales del olivo de Dios (ver Sal. 52:8; 128:3; Rom. 11). Hablaremos de esto a continuación.
Escrituras hebreas ante una audiencia gentil
“Las Escrituras de los profetas” (Mat. 26:56) son los escritos de “los profetas de Israel” (Eze. 38:17), quienes profetizaron “en el nombre del Dios de Israel” (Esd. 5:1), y por lo tanto éstas constituyen un documento estrictamente judío. De hecho, el único autor no judío de la Biblia—Lucas—escribió en referencia al “Dios de Israel” (Luc. 1:68), “la consolación de Israel” (Luc. 2:25), “la redención de Jerusalén” (Luc. 2:38), “las doce tribus de Israel” (Luc. 22:28-30), “el Rey de los judíos” (Luc. 23:3), “el reino de Israel” (Hch. 1:6), “la casa de Israel” (Hch. 2:36) y “la esperanza de Israel” (Hch. 28:20).
Al abrir nuestra Biblia debemos entonces tener en mente que estamos leyendo “los oráculos de Dios” que se les confiaron “a ellos” (Rom. 3:1-4). No debería entonces sorprendernos que dicho testimonio fuera dirigido consecuentemente a los “hombres de Israel” (Hch. 2:22; 3:12; 5:35; 13:16), ya que el evangelio es “el poder de Dios para la salvación de todo el que cree, del Judío primeramente y también del Griego” (Rom. 1:16, ver Hch. 13:46). Por eso Pablo advirtió solemnemente que “habrá tribulación y angustia para toda alma humana que hace lo malo, del Judío primeramente y también del Griego; pero gloria y honor y paz para todo el que hace lo bueno, al Judío primeramente, y también al Griego” (Rom. 2:9-10).
Sí, hermanos y hermanas, la esperanza del mundo es la esperanza prometida al pueblo de Israel, quienes a pesar de su perversa rebelión siguen siendo “amados por causa de los padres” (Rom. 11:28). Es decir, siguen siendo objeto del amor-leal de Yahweh basado en los pactos y promesas hechas por el “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (ver Luc. 21:37-38; Hch. 3:13, 17; 5:30; 24:14; 26:6-7).
Una advertencia apostólica contra la arrogancia
Con toda humildad y temor y temblor delante de Dios es urgente que escuchemos y recibamos la advertencia del apóstol Pablo:
“Pero si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo un olivo silvestre, fuiste injertado entre ellas y fuiste hecho participante con ellas de la rica savia de la raíz del olivo, no seas arrogante para con las ramas. Pero si eres arrogante, recuerda que tú no eres el que sustenta la raíz, sino que la raíz es la que te sustenta a ti.” (Romanos 11:17–18)
Es evidente que esta advertencia de Pablo ha sido casi totalmente ignorada a lo largo de la historia por los pasados dos mil años. En general, la actitud de creyentes gentiles y de instituciones cristianas ha sido una de profunda arrogancia. Nos ha costado aceptar la elección eterna del pueblo judío, y por el contrario millones se han unido al coro supersesionista que ha resonado por siglos y siglos en catedrales y capillas. Pero aún más trágico y turbulento es el creciente antisemitismo que continúa arropando la tierra. No obstante, seamos sabios y temamos ante la elección divina porque ya Dios nos ha declarado que El “mismo ha consagrado a su Rey sobre Sion, su santo monte” (Sal. 2:6), y que serán “avergonzados y vueltos atrás todos los que odian a Sion” (Sal. 129:5).
Impulsados por esa arrogancia (o ignorancia) gentil, instituciones y movimientos enteros han fabricado una hermenéutica supersesionista que reemplaza a Israel con una falsa noción de lo que es la Iglesia [1], creando así una enorme barrera interpretativa que no nos ha permitido entender las Escrituras de manera correcta, coherente y consistente. Cuando “Israel” no significa Israel, “Sion” Sion y “Jerusalén” Jerusalén, la puerta de la confusión se abre de par en par y todo lo que nos queda es absoluta especulación.[2]
La única opción real ante nosotros es dejar atrás esa arrogancia que nos ha caracterizado y recibir con humildad la disposición divina basada en las promesas confirmadas por medio de un juramento (ver Gen. 24:7; Deut. 4:31; 7:6-8; 9:5; Luc. 1:68-75; Heb. 6:13-18). Sólo de esa manera podremos abrir nuestra Biblia para entenderla y aplicarla apropiadamente.
En el siguiente artículo hablaremos de la importancia del contexto en la interpretación bíblica.
[1] Una noción bíblica de la Iglesia se define simplemente como la asamblea o congregación de Israel” (Exo. 12:19; Lev. 16:17; Deut. 31:30; Jos. 8:35), compuesta de judíos y gentiles justos ante Dios (Sal. 1:5; 22:22; 74:2; Hch. 7:38). En otras palabras, la Iglesia no es una nueva entidad aparte de Israel (Dispensacionalismo) sino a base de los pactos de Israel. El factor crucial es que sólo aquellos que confían y esperan en la Palabra de Dios, que fue confirmada en la obra de Jesús como Señor y Mesías crucificado (Rom. 15:8-12), obtienen membresía en la congregación, con miras a la salvación y reunión apocalíptica en el Día del Señor (Mar. 13:26-27; Heb. 12:18-24). Por lo tanto, la Iglesia no fue una entidad nueva iniciada por Jesús o sus apóstoles. Mas bien, el sacrificio expiatorio en la Cruz proveyó la entrada a la misma.
[2] Un ejemplo histórico de esto es el modelo alegórico de interpretación desarrollado en Alejandría, Egipto durante el segundo siglo d.C., el cual daba lugar a la “espiritualización” de las Escrituras y a un enfoque inmaterial o “celestial” de la salvación que descartaba la restauración de la creación y la venida de un Reino literal a la tierra. Este modelo realmente abrió la puerta al surgimiento de la casi interminable gama de opiniones teológicas, y particularmente escatológicas, que se han desarrollado en la historia. Por eso hoy en día se puede hablar con tanta ligereza de «diversos puntos de vista teológicos». Para los apóstoles eso hubiera sido una abominación inaceptable, y jamás hubieran hecho concesiones con “la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos” (Jud. 3).

Henry Bruno
Coordinador y maestro